martes, 4 de agosto de 2009

La metafísica de Spinoza

La metafísica de Spinoza



Baruch de Spinoza (1632-1677) fue un filósofo holandés cuya obra se oriento al racionalismo de la época, convirtiéndolo en uno de los grandes exponentes de esta corriente junto a Descartes y Leibnitz.

Su obra se centra en la constitución de “la definición cartesiana de sustancia. Sin embarco, a diferencia de Descartes, quien distingue tres sustancias: la pensante, la extensa y la divina, Spinoza restableció la absoluta ‘unidad’ del ser. La única sustancia es dios, porque sólo él no necesita de ninguna otra realidad para existir. El pensamiento y la extensión solamente son dos de los infinitos atributos de la sustancia divina. Cada uno de ellos es infinito como la sustancia misma de la cual son atributo, con la diferencia de que, mientras que cada atributo, no obstante ser infinito ‘en sí’, excluye a los demás atributos, la sustancia, en cambio, es absolutamente infinita y omnicomprensiva. Nada existe fuera de la sustancia y todo existe a causa de ella. El hecho de que la extensión sea concebida como un atributo de dios muestra claramente que el dios de Spinoza no tiene nada que ver con el dios personal del cristianismo ni con el ‘primer motor’ de Aristoteles. Él es, por el contrario, la causa inmanente del mundo; es un Dios que actúa internamente a los fenómenos y que se identifica con la naturaleza misma. Manifestaciones de esta sustancia divina son, según Spinoza, los ‘modos’ es decir, las singulares particularizaciones y determinaciones en las que se especifican los ‘atributos’. Un cuerpo, por ejemplo, es un modo de la sustancia en cuanto extensa, es decir, una concreción; analógicamente, un pensamiento es un modo de la sustancia en cuanto pensante, es decir, una particularización, una determinación. El acuerdo entre ideas y cosas, que constituía la máxima dificultad del cartesianismo, pierde así todo carácter problemático.

El pensamiento y el mundo externo se corresponden puntualmente, en un paralelismo perfecto, en cuanto que ambos son aspectos de una misma realidad, atributos de una idéntica sustancia. La identificación entre dios y la naturaleza no implica, para Spinoza, oposición entre la visión religiosa de la realidad y la científica. Las leyes universales de la naturaleza son, efectivamente, decretos de dios, pero, puesto que estos decretos brotan de la necesidad y de la perfección de la naturaleza misma de dios, son inquebrantables e inviolables. No existen, pues, los milagros porque, si se afirma que dios puede actuar contra las leyes de la naturaleza, se admite la posibilidad de que dios actúa contra su misma naturaleza. La identidad de naturaleza y dios significa, por lo tanto, un orden necesario y riguroso; todo es necesidad, todo está regido por una causa suprema. El finalismo es un prejuicio debido a la constitución del intelecto humano, el cual imagina que la divinidad produce y gobierna las cosas para le uso de los hombres, para ligar los hombres a sí y para ser honrada por ellos. La forma exterior de la ética de Spinoza no no está inspirada por el deseo de imitar, con el orden formal de la exposición, el rigor del procedimiento matemático, sino que nace de la convicción profunda de Spinoza de que el orden geométrico es la sustancia misma de las cosas, es decir, dios. La necesidad intrínseca de la naturaleza divina es una necesidad geométrica, semejante a aquella para la cual las singulares proposiciones se concatenan y funden en el conjunto. El conocimiento racional y verdadero de las cosas es aquel que las capta como modos de la única sustancia; es el conocimiento que no aísla el particular, sino que lo reconduce a la totalidad. La imaginación, en cambio, engañada por los sentidos, destaca todo modo singular de los otros, considerándolo como un ente en sí, independiente del todo. De aquí el error y el mal. El primero y más grave error es aquel que consiste en separar a dios de los otros seres, convirtiéndole en un ente semejante a nosotros, provisto de volumen personal y de pasiones humanas. Por el contrario, el conocimiento racional, es decir, aquel que sumerge todas las cosas en la unidad, considerándolas, por consiguiente, ‘sub specie aeternitatis, es la experiencia ética suprema, el amor perfecto que coincide con el amor racional de dios. Sobre las bases de estas premisas gnoseológicas y metafísicas Spinoza construyó también su geometría de las pasiones, que es al mismo tiempo el análisis de la esclavitud y la libertad humana.

La pasión para Spinoza construyó también su geometría de las pasiones, que es al mismo tiempo el análisis de la esclavitud y de la libertad humana. La pasión es para Spinoza la pasividad de la mente. La mente sufre cuando tiene ideas inadecuadas y confusas y actúa si posee ideas correctas. La idea adecuada y correcta es la que os hace conocer la derivación de los efectos de la causa de los modos de dios; la inadecuada, que es la fuente de la pasión y el mal, es aquella por la cual se reconduce todo al a naturaleza propia del hombre, es decir, al impulso o deseo egoísta que lo constituye. El bien y el mal, por consiguiente, son, respectivamente, lo que permite entender y lo que impide entender. Pero, puesto que entender significa revertir toda cosa a dios, causa inmanente, el sumo bien de la mente humana es el conocimiento de dios; conocimiento riguroso y geométrico, en el vértice del cual el intelecto se convierte en acto de amor. Comienza así a manifestarse la actitud que inspira la obra de Spinoza: una actividad de tranquila, y al mismo tiempo estoica, aceptación del curso de las cosas, considerado inevitable y necesario. El concepto de la racionalidad del derecho natural, sostenido por el jusnaturalismo, lo sustituye Spinoza por el concepto de la necesidad de tal derecho. El estado peca cuando hace o tolera cosas que pueden causar su ruina, puesto que está sometido a leyes en el mismo sentido en que se halla sujeto el hombre, quien tiene la obligación de no destruirse a sí mismo. Desde el momento en que el fin del estado es la paz y la seguridad de la vida, como afirmaba también Hobbes, se deduce, en contra de este filosofo, que la ley fundamental en la que el estado debe inspirarse ha de ser la de poner un límite y un freno a su poder sobre los ciudadanos, y permitir así a éstos libertad de pensamiento y fe religiosa.” (Monitor, pág. 5625-5626).

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